Pensemos en la vida de un soldado que
pasó por el desgaste de luchas difíciles e interminables. Cuántas veces
vio caer a su alrededor varios de sus compañeros, sin saber si él mismo
sobreviviría, pero motivado por el deseo de contribuir a la victoria de
la causa que le exigía su sacrificio. Esto le estimulaba a seguir
adelante y luchar como un héroe, dispuesto, inclusive, a dar su vida si
fuera necesario. Son muchas las patrias que tienen esa gloria de haber
tenido entre sus hijos hombres de valor, más preocupados con vivir
plenamente su deber, que con rendirse para vivir una vida cómoda
manchada por la traición y el egoísmo.
Imaginemos ahora una situación
hipotética. Un general que en medio de las peores batallas que su
ejército tuviera que enfrentar, tuviera bajo sus órdenes un pelotón de
reclutas hartos de luchar y que empezaran a disminuir el paso, a
desobedecer las órdenes recibidas, a entregar informaciones al enemigo e
incluso a perseguir a sus camaradas que aún se mantuvieran fieles.
¿Podría un ejército así derrotar al enemigo y alcanzar la paz para su
patria? ¿Habría algo al alcance del general para rectificar semejante
situación? Los buenos soldados así lo esperarían, seguros de que con
unas buenas medidas, por sus esfuerzos y valentía delante del enemigo y a
pesar de sus compañeros, ellos serán condecorados y los otros
justamente castigados.
Pero supongamos que el general, en vista
de lo trágico de la situación, reuniera a todos los soldados y arengara
del siguiente modo:
“Ningún ejercito es perfecto… no podemos
juzgar con dureza a quienes se han cansado de la lucha. Es hora de
suavizar las exigencias de la disciplina y de la lealtad”. Imaginemos
aún que, terminando el discurso, condecorase a varios de los reclutas
traidores.
¿Necesitamos continuar la historia o ya está claro a donde llevará todo esto?
Dejar de estimular el buen comportamiento
equivale a favorecer el vicio. El hombre, siempre tendiente a ceder
delante de las peores inclinaciones por el pecado original, necesita
incentivos y desafíos en cualquier campo. No hace falta dar ejemplos,
pues este principio está presente en nuestro día a día, en las
innumerables situaciones en que la expectativa de una recompensa o de un
castigo nos fuerza a actuar con mayor perfección.
Pues bien, si esto es así en la vida natural, ¿cómo podrá ser diferente en lo espiritual?
Relativizar…. una palabra que jamás
desearíamos encontrar en un documento pontificio, y menos aún hablando
del matrimonio, pues si hay un punto donde no cabe ninguna forma de
relativismo es en todo lo relacionado con la institución fundamental de
la sociedad. ¿Qué intención tiene aquel que deja de exigir la coherencia
cristiana en la vida familiar? ¿Estará clasificando como buenas la
deshonestidad, la incoherencia y el relajamiento en los deberes
matrimoniales? ¡Qué enseñanza desalentadora para los esposos que luchan
por cumplir la moral católica en un mundo que la ha abandonado! ¡Y qué
padres ejemplares saldrán para los pobres niños que nazcan en semejante
atmósfera donde no se valoran la bendiciones celestiales!
¿Que dice la Iglesia sobre las virtudes esenciales de los esposos cristianos? ¿Las podemos relativizar?
Hay que pensar con detenimiento lo que nos expones, no es algo que se pueda decidir con un si o un no, cada momento y situación tiene matices. Un abrazo
ResponderEliminarEl problema està enver demasiados matices. Un beso.
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