Por Alex Holgado Fernández
Una y mil veces me propongo callar, no responder. Pero no siempre lo consigo: algunos nos toman por imbéciles.
San Francisco de Sales decía que más se conseguía con una gota de miel
que con un tonel de hiel. ¿Quién puede discutirlo? Es obvio que, para
ganarse la confianza de alguien, un gesto de cariño es clave.
Pero no se trata de hacer amigos, sino de facilitar la conversión.
Y es que la nueva iglesia está difundiendo como mantra indiscutible que, si quieres evangelizar, debes sonreír. Tal cual. No se puede ser pepinillo ni tener cara de cementerio. Eso vende mal.
Eso estamos haciendo, por lo visto: vender. Márketing, empatía, mandando buenas vibras. Prohibido prohibir. Y así nos va.
¿Nos hemos vuelto tontos o qué nos pasa? ¿Acaso acercaba mal a Dios Juan el Bautista, con sus palabras amenazantes y expresiones terribles? ¿Se equivocaba de táctica San Pablo diciéndole a Agripa que no podía mantener esa relación con Berenice? ¿Era un desastre evangelizando San Vicente Ferrer, que citaba permanentemente el infierno en sus predicaciones multitudinarias? ¿Nos creeremos que San Juan María Vianney, el Cura de Ars, hizo mal en regañar a su feligresía, en ir a boicotear los bailes y cerrar las cantinas?
La lista es interminable y podríamos incluir en ella al Maestro, a Nuestro Señor Jesucristo, a quien sus apóstoles y discípulos tenían un temor reverencial. "¿Hasta cuándo tendré que soportaros?" (Mt 17,17), les espeta en una de esas regañinas.
¿De dónde sale entonces esta moderna consigna de la permanente sonrisa y el algodón de azúcar? Sin duda, del mundo, que en lugar de buscar y vivir en verdad, propone esa aparente alegría bobalicona, falsa y podrida.
Porque el mundo no quiere que le sermonees. Detesta que le digas que hay un camino bueno y otro malo. Odia a quien viene con la verdad -que es la mayor de las caridades- y abraza a quien empatiza.
A menudo, las verdaderas conversiones empiezan con un shock, con una sacudida de alguien que no nos dice o no hace lo esperable, que no busca ser aceptable. Porque la conversión -que es obra de Dios, no nuestra- nada tiene que ver con las categorías humanas, y mucho menos aún con los sentimientos.
Y ésta es la pregunta: ¿estamos los católicos para confraternizar o para ser testimonio de la verdad? La Iglesia no está para escuchar, sino para evangelizar, para convertir. No estamos para compartir sólo unas risas. Estamos para atravesar el alma con la espada de doble filo de la Palabra y para despertar con la Vida de un Crucificado, escándalo y necedad en nuestro tiempo.
Estamos para que el vértigo de reconocer a Dios nos remueva y duela hasta los tuétanos.
Las sonrisitas quedan para los tontos."
Con el hacha de Elías
Pero no se trata de hacer amigos, sino de facilitar la conversión.
Y es que la nueva iglesia está difundiendo como mantra indiscutible que, si quieres evangelizar, debes sonreír. Tal cual. No se puede ser pepinillo ni tener cara de cementerio. Eso vende mal.
Eso estamos haciendo, por lo visto: vender. Márketing, empatía, mandando buenas vibras. Prohibido prohibir. Y así nos va.
¿Nos hemos vuelto tontos o qué nos pasa? ¿Acaso acercaba mal a Dios Juan el Bautista, con sus palabras amenazantes y expresiones terribles? ¿Se equivocaba de táctica San Pablo diciéndole a Agripa que no podía mantener esa relación con Berenice? ¿Era un desastre evangelizando San Vicente Ferrer, que citaba permanentemente el infierno en sus predicaciones multitudinarias? ¿Nos creeremos que San Juan María Vianney, el Cura de Ars, hizo mal en regañar a su feligresía, en ir a boicotear los bailes y cerrar las cantinas?
La lista es interminable y podríamos incluir en ella al Maestro, a Nuestro Señor Jesucristo, a quien sus apóstoles y discípulos tenían un temor reverencial. "¿Hasta cuándo tendré que soportaros?" (Mt 17,17), les espeta en una de esas regañinas.
¿De dónde sale entonces esta moderna consigna de la permanente sonrisa y el algodón de azúcar? Sin duda, del mundo, que en lugar de buscar y vivir en verdad, propone esa aparente alegría bobalicona, falsa y podrida.
Porque el mundo no quiere que le sermonees. Detesta que le digas que hay un camino bueno y otro malo. Odia a quien viene con la verdad -que es la mayor de las caridades- y abraza a quien empatiza.
A menudo, las verdaderas conversiones empiezan con un shock, con una sacudida de alguien que no nos dice o no hace lo esperable, que no busca ser aceptable. Porque la conversión -que es obra de Dios, no nuestra- nada tiene que ver con las categorías humanas, y mucho menos aún con los sentimientos.
Y ésta es la pregunta: ¿estamos los católicos para confraternizar o para ser testimonio de la verdad? La Iglesia no está para escuchar, sino para evangelizar, para convertir. No estamos para compartir sólo unas risas. Estamos para atravesar el alma con la espada de doble filo de la Palabra y para despertar con la Vida de un Crucificado, escándalo y necedad en nuestro tiempo.
Estamos para que el vértigo de reconocer a Dios nos remueva y duela hasta los tuétanos.
Las sonrisitas quedan para los tontos."
Con el hacha de Elías
Creo sinceramente que además de confraternizar debemos de evangelizar y hacerlo con una sonrisa es mejor que poner cara de "sota", es algo parecido a cuando vamos al médico, si te recibe con una sonrisa en su cara nos sienta de maravilla, nos tranquiliza y nos da mayor seguridad que si te recibe con una cara amarga.Besicos
ResponderEliminarPero la sonrisa no puede ser de asentimiento a todo. Un beso
EliminarUn texto muy profundo.
ResponderEliminarGracias, Susana.
Besos de anís.
Gracias por tu visita. Un beso
ResponderEliminarPara mí el ejemplo es la mejor forma de enseñar y evangelizar. Las palabras son importantes pero los actos... cambian el mundo.
ResponderEliminarwww.somosfuego.blogspot.com
Eso es muy cierto. Bievenida. Un saludo
Eliminartu anonimato me deja sin palabras Abrazos
ResponderEliminarEl nombre del autor está arriba del texto
Eliminar😘💙👌
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